La Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio de la Cultura celebrada los días 27 y 28 de marzo de 2006 dio luz verde a un interesante documento que plantea un desafío para la Iglesia: la evangelización de la cultura contemporánea en diálogo con el mundo de la belleza de las artes. En esos momentos, presidía el Consejo, el cardenal Gianfranco Ravasi.
Se trata de un documento de talante pastoral, pero que aporta una reflexión sobre la belleza que merece nuestra consideración. En el tercer capítulo, dedicado a las vías de la belleza, plantea una serie de propuestas pastorales que es preciso promover, pero que no son interesantes para nuestro objetivo. No obstante, podríamos resumirlas en tres verbos: escuchar, formar y presentar. Se trata de escuchar la voz de Dios en el silencio de la Creación; formar a las personas en la educación de la belleza que es encuentro con Dios vivo en nosotros y presentar el testimonio bello de Cristo, María y los santos que, con la ayuda de la gracia, dejaron su huella en la historia de la Humanidad.
El documento define la via pulchritudinis como «un itinerario para llegar a muchos que experimentan grandes dificultades para acoger la enseñanza, sobre todo moral, de la Iglesia». Es interesante la propuesta que hace de que la belleza suscita una experiencia, que provoca admiración en el espectador y que dispone el corazón del vidente al encuentro con Dios. Podemos decir que desde la obra de arte se accede al asombro y, desde él, al encuentro en plenitud con Dios. También se advierte que lo bello no puede reducirse a aquello que es sensible a los sentidos y que gusta intelectualmente, sino que lleva más allá, hasta la verdad, porque no puede haber esplendor sin verdad. «Decir de un ser que es bello no es solo reconocerle una inteligibilidad que lo hace amable; significa también que, al especificar nuestro conocimiento, nos atrae, más aún, nos captura mediante una irradiación que despierta el asombro. Si lo bello ejerce un cierto poder de atracción, todavía expresa con más vigor la realidad misma en la perfección de su forma, de la que es epifanía». Si de lo bello no se pasa al esplendor, nos quedamos con la forma misma, lo que se parece mucho a una idolatría de la obra de arte.