Como primer sacramento de la identidad cristiana, el bautismo es la puerta de acceso a la dinámica del Reino y nos abre al descubrimiento de sabernos hijos e hijas de Dios. Si atendemos a la práctica sacramental de los primeros siglos, el itinerario preparatorio que recorría el adulto que quería entrar en la comunidad eclesial, lo que se conocía como el proceso de catecumenado, concluía con estos tres sacramentos de iniciación (bautismo, eucaristía y confirmación) que sellaban la participación en la comunidad cristiana para siempre. Los «cubículos de los sacramentos», datados en los inicios del siglo iii y encontrados en las catacumbas romanas de san Calixto, nos recuerdan la profundidad de este largo camino en el crecimiento de la fe. Y es que en estos nichos funerarios podemos observar la representación simbólica de los sacramentos del bautismo y la eucaristía, centrales e indispensables a la hora de explicar su experiencia creyente, el encuentro transformador con la gracia, y de vivir siempre de manera nueva. Probablemente tengamos que recuperar el significado profundo de la palabra catequesis (katéchein), ese hacer resonar, hacer eco de la Buena Nueva del Reino, para comprender la importancia de una iniciación que no iba dirigida simplemente al intelecto, sino que también debía hacer eco de forma radical en la vida del catecúmeno. En los primeros siglos del cristianismo, existían hasta tres años de catequesis. Los catecúmenos iniciaban el proceso después de que alguien les hubiera anunciado el Evangelio de forma significativa. Estos eran acompañados y comenzaban a transformar su vida. En el momento en que la Iglesia se convirtió en Imperio, las cosas cambiaron. Sin el bautizo los demás sacramentos no tendrían sentido alguno. El bautismo simboliza un nacimiento nuevo a una vida en Dios, que nos ama incondicionalmente desde el inicio, y la entrada en la Iglesia, la comunidad que está dispuesta a encaminarse hacia esa plenitud. El bautismo, por tanto, es el sacramento básico para acceder al camino de encuentro con Dios. Si el bautismo es el inicio, la eucaristía será el culmen de ese encuentro amoroso con Dios. Y es que el bautismo no es el final del camino, sino que nos encontramos ante un comienzo constante que culmina en la celebración de la eucaristía.
El bautismo en el Nuevo Testamento
En el Nuevo Testamento, el bautismo ya aparece como el sacramento que nos configura como cristianos. El bautizo de Jesús por parte de Juan el Bautista, al inicio de su vida pública, adquiere una dimensión nueva: la incorporación al amor del Padre y a una misión que nos recuerda que somos siempre en relación. Y es que no podemos equiparar el sentido del bautismo en Juan y en Jesús. El primero era un signo de arrepentimiento, en Jesús la entrada en el Reino.
Por esta razón, también sabemos que Jesús mandó a sus discípulos bautizar como un signo de entrada en el Reino de Dios, «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). El bautismo te introduce en la dinámica del Reino de Dios, en la vida en el Espíritu y en la Iglesia. Es una nueva vida para tomar conciencia y dejarse vivir en el Espíritu. El bautismo nos facilita ser lo que en verdad ya somos: hijos e hijas de Dios. Y por esta razón la Iglesia lo repitió desde el inicio. Las primeras comunidades, tras Pentecostés, bautizaron siempre como iniciación (Hch. 2,38).
Además, a través de su signo principal, el bautismo remarca el profundo simbolismo antropológico del agua como renovación, vida y purificación. En griego, baptidsein se refiere a la acción de zambullir, limpiar con agua o colorear el vestido. El agua, que no puede ser estancada, sobre la cabeza en el nombre del Dios Amor refresca y limpia. El bautismo es un baño, una inmersión en el agua, que inserta en la muerte y resurrección de Cristo, que era entendido por Pablo como el momento privilegiado, en el que el hombre participa de manera objetiva y ritualizada en el acontecimiento decisivo de la muerte de Cristo al pecado. El valor simbólico-evocativo del agua esta abundantemente presente en la Biblia donde reviste tonalidades propias. Podríamos recordar varios momentos de esta historia de Salvación: el Arca de la salvación y Noé, Moisés y el paso por el mar Rojo, el paso del Jordán para entrar en la Tierra Prometida… Tampoco podemos olvidar que esta celebración del sacramento en los orígenes se producía durante la Vigilia Pascual, lo que fundaba el significado.
Pero también nos encontramos con otros signos, que nos recuerdan la apertura a la nueva vida en Jesucristo, como se representa en la vestidura blanca del neófito (que en el caso de los primeros siglos era llevada a lo largo de una semana), en las velas que se encienden desde el cirio pascual como testimonio de que será luz para el mundo o en el aceite con el que se consagra al bautizado, y que le unge como sacerdote, profeta y rey. Detengámonos un momento en esta última dimensión. Somos sacerdotes porque estamos llamados a ser vicarios de Cristo; en otras palabras, somos presencia de Cristo. La Iglesia es un pueblo sacerdotal por lo que todos consagramos el mundo. También somos profetas y estamos llamados a denunciar las injusticias y anunciar la posibilidad de un mundo en Dios Amor.
Y, por último, somos una Iglesia de reyes porque somos servidores, estamos al servicio y cuidado de todos y del Reino de Dios. Uno de los títulos tradicionales del papa nos lo recuerda: él es el de servorum servorum dei, el siervo de los siervos de Dios.
El bautismo imprime carácter y no es necesario repetirlo porque Dios es gratuitamente fiel, sin ningún tipo de condiciones, a la persona. Durante los primeros siglos de la historia del cristianismo, el bautismo era habitualmente cosa de adultos, lo que puede chocar con la práctica más común en la actualidad del bautismo de los niños recién nacidos. El bautismo originalmente era por inmersión, pero fue sustituido por la infusión, derramando el agua sobre la cabeza, a partir del siglo xiii. En cualquier caso, la comunidad cristiana se tiene que dejar transformar a su vez por el nuevo miembro. En el caso de los más pequeños, se los bautiza en la fe de los padres que, con los padrinos y la comunidad, se comprometen a hacerle entender la plenitud de la Buena Nueva, nutriendo su crecimiento en la esperanza. Probablemente, no haya mejor ejemplo de la lógica del don gratuito del amor de Dios. Y es que, no lo podemos olvidar, para que exista esta dinámica de donación debe haber Alguien dispuesto a darse y otro dispuesto a recibirle.
Algunas preguntas para trabajar
- Párate un momento a reflexionar sobre alguna experiencia en la que hayas sentido la lógica del don, ¿en qué momentos de tu vida has descubierto la gratuidad de Dios?
- Los sacramentos deben significar algo profundo para nosotros. Por el bautismo somos ungidos como sacerdotes, reyes y profetas, ¿cómo encarnamos esto en nuestro día a día?
- ¿Qué aspectos crees que deberían ser centrales a la hora de proponer el bautismo al creyente de hoy como fuente de salvación?
Joseba Louzao
Centro Universitario Cardenal Cisneros
(Universidad de Alcalá de Henares)